En cualquier organización, el tiempo es uno de los recursos más valiosos, pero también uno de los más desperdiciados. Las pérdidas por mal manejo del tiempo no siempre son visibles, pero se sienten: se traducen en menor productividad, peor calidad del servicio, frustración de los equipos y en un desgaste institucional silencioso pero constante. El efecto es aún más grave cuando el tiempo perdido proviene de los niveles superiores de la jerarquía, ya que sus retrasos o ausencias afectan directamente el trabajo de otros. La ineficiencia se contagia, se normaliza y termina convirtiéndose en cultura.
En este contexto, el gobierno sirve muchas veces como un ejemplo palpable de lo que no se debe hacer. Por su tamaño y su rigidez estructural, el aparato estatal funciona como un laboratorio viviente de ineficiencias, donde las malas prácticas se amplifican y se perpetúan. Pero también, por esa misma razón, es un terreno con enorme potencial de mejora. Cada minuto optimizado en el sector público puede tener un impacto exponencial en la vida de miles de ciudadanos.
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