La revolución de 1924

Jose S. Azcona Bocock

Uno de los hechos más trágicos, pero a la vez más significativos e impactantes, en la historia de Honduras fue la Revolución de 1924.  La pérdida de vidas humanas y daños materiales fue enorme, más que en procesos bélicos similares anteriores, debido a las novedosas condiciones del país. Esta merece ser estudiada por sus considerables efectos, y de interés histórico por su magnitud.

Y es que esta revolución, políticamente, no tenía mucho de diferente de las anteriores.  Cuando se disolvió la Federación, esta colapsó las pocas estructuras institucionales de manejo del poder público- se cayó en lo que los musulmanes considerarían Dar-al-Habr (el reino de la guerra).  Por tanto, la fuerza era el único arbitro de los destinos nacionales- incluyendo de actores externos.

La reconstrucción de estas fue un proceso lento, donde gradualmente se fueron construyendo las instituciones (constituciones, etc.) y formas formales de respeto a la soberanía.  Al tener más acceso a educación y comunicaciones, comenzó el desarrollo y crecimiento de la opinión pública y la profesión legal.  Estas creaban espacios e ideologías que permitían la discusión de los problemas de una forma civilizada.

Sin embargo, las condiciones subyacentes continuaban como en su origen- pero veladas por este nuevo discurso.  Una analogía para comprenderle es el periodo de la caída de la república Romana (del 100 al 30 a.c.), donde una tradición de respeto a las normas convivía con un estado de fuerza.

Los ejércitos con lealtad personal hacia sus jefes, las facciones no permanentes que dependían más de personas que de ideologías concretas, y una cultura donde era válido recurrir a las armas para proteger un derecho personal, eran una receta para un proceso de guerras civiles cíclicas.  Aunque se conservase la paz interior por algunos años, era muy probable que en cada ciclo electoral se terminase alguien “echando al monte”.

La legitimidad de las sucesiones se hubiera podido paliar por medios constitucionales.  En efecto, el nivel de movilización de la opinión pública comenzó a crecer aceleradamente con el siglo, pero al no existir la separación o desconcentración de poderes ni formas constitucionales suficientemente desarrolladas, esta terminaba apoyando soluciones bélicas a los problemas. 

El país estaba en un proceso de desarrollo explosivo durante las primeras décadas del siglo XX.  El crecimiento de los ferrocarriles, el desarrollo de la industria bananera y minera, apertura de caminos, expansión del teléfono, prensa y telégrafo, hacían que hubiese más insumos para una explosión.  La prosperidad resultaba en que el botín que representaba el poder se volviera más caro, y que hubiera más recursos para pelear.

Por tanto, se daban las condiciones para una “tormenta perfecta”: una historia de violencia política y lucha armada descarada por el poder, combinada con mucho dinero y entusiasmo para la guerra.  El resultado terminó siendo la más cruenta de nuestras desgarradoras guerras civiles. Posterior a este proceso se intentó construir un estado democrático, que duro 8 años.  Si este proceso no se hubiese detenido y revertido, se consideraría como un éxito la resolución del conflicto.  Si bien no se logró la democracia permanente, sí se desarrolló la prudencia de evitar usar la insurrección como herramienta para capturar el poder.  

Con la distancia del tiempo se pueden juzgar los actores algunos mejor que otros, aceptando que su juicio era afectado por estas tradiciones perniciosas.  Sin embargo, podemos apreciar su deseo de aprender de los errores trágicos de este proceso para tratar de construir una sociedad más respetuosa de la ley y la vida.

Millares de hondureños dieron su vida por sus banderas, y lo que estas representaban para ellos.  Aunque hubo atrocidades horrendas, la gran mayoría creían que estaban luchando por la patria y un mejor futuro.  Sin aceptar como válidas sus acciones, podemos respetar su memoria y tratar de aprender de tan tristes y caras experiencias.